Había una vez un hombre en pie, cubierto de andrajos, vuelto de espaldas a su casa, con una pesada carga sobre sus hombros y un libro en sus manos. Fijando en él mi atención, vi que abrió el libro y leía en él, y según iba leyendo, lloraba y se estremecía, hasta que, no pudiendo ya contenerse más, lanzó un doloroso quejido y exclamó: |
|
|
| ¿Qué es lo que debo hacer? | |
|
|
|
|
En este estado regresó a su casa, procurando reprimirse todo lo posible para que su mujer y sus hijos no se apercibiesen de su dolor. Mas no pudiendo por más tiempo disimularlo, porque su mal iba en aumento, se descubrió a ellos y les dijo: |
|
|
| Queridísima esposa mía, y vosotros, hijos de mi corazón; yo, vuestro amante amigo, me veo perdido por razón de esta carga que me abruma. Además, sé ciertamente que nuestra ciudad va a ser abrasada por el fuego del cielo, y todos seremos envueltos en catástrofe tan terrible si no hallamos un remedio para escapar, lo que hasta ahora no he encontrado. | |
|
|
|
|
Grande fue la sorpresa que estas palabras produjeron en todos sus parientes, no porque las creyesen verdaderas, sino porque las miraban como resultado de algún delirio. Y como la noche estaba ya muy próxima, se apresuraron a llevarle a su cama, en la esperanza de que el sueño y el reposo calmarían su cerebro. Pero la noche le era tan molesta como el día; sus párpados no se cerraron para el descanso, y la pasó en lágrimas y suspiros. |
|
|
| ¿Que haré? ¿Que haré? | |
|
|
|
|